ME MANTUVE SERENO ESCRIBIENDO ESTOS VERSOS
(originalmente se publicó en el libro Ángel con casaca de cuero & se leyó en el Centro Cultural de España & en el CAELIT de Villarreal/ pág. 135)
Enrique Verástegui ha muerto. Todos lo supimos aquel viernes, y las redes del Facebook –veloces como el amor y la tristeza, nítidas como gacelas fluyendo en la intensidad de la noche- se colmaron de fotos, poemas, pensamientos y confesiones tristes, explosionando nuestros corazones.
El luto, no solo nacional, era también el ocaso de una de las voces más auténticas y ambiciosas del siglo XX y tal vez nuestro último astro vivo. Ocaso tan solo físico, pues, la palabra como energía prevalece, más allá del rencor del tiempo, en la fuente viva que son los libros. Verástegui, fue y es una luz viva & nítida de poesía.
Es decir, una poderosa sinfonía inmolada al destino trazado y definido en el universo verbal.
Inmediatamente aquella noche se destruyó algo en mí, me sentí perdido. ¿Qué son los poetas sino patas, fabulosos compañeros del viaje de la vida, flautas que nos conducen a la música perdida en el diario vivir, en el hartazgo, y sobre la madeja que somos, tejen y destejen su canto?
Y es verdad lo que Adam Zagajewski expresa en uno de sus poemas: “Realmente nada cambia/ en la habitual luz de día/cuando un gran poeta nos deja (…) Pero cuando nos despedimos de alguien que amamos / por un largo tiempo o para siempre,/ sentimos de repente que nos faltan las palabras,/ y que ahora tenemos que hablar nosotros solos,/ ya nadie va a hacerlo por nosotros/porque nos ha dejado un gran poeta.
Y yo creo que la poesía sino es fuego, que arde e ilumina nuestro interior, expresándonos y extendiendo la experiencia, no es nada. Y acaso, era Verástegui, nuestro último gran poeta, el eterno desobediente, un ángel rockero con su peinado african look, estremeciendo la ciudad y cantando, refulgiendo en el sueño nítido, buscando el Paraíso perdido en el la lucha social, e inevitablemente en el cuerpo y entre las rosas, como símbolo de la naturaleza extraviada en épocas de enajenación mental y absurdo y caos son el pan predominante.
Ansioso, aquella noche, busqué a mis patas, ¿a quiénes si no? y tomé un micro hasta el paradero de Puente Nuevo, entrada de San Juan de Lurigancho, dónde, mientras las parejas aleteaban revueltas del sudor de los hoteles y entibiadas por la sopa de pollo recién sorbida, leía y leía al paso fragmentos de Monte de Goce.
Libro del placer y de gozo. Repleto de versos subrayados hace años, versos que convulsionaron mi interior rebasándolos de furia, e inclinándolos hacia la belleza; ese lenguaje irascible y sensual. Junto a Miguel, Edwin, el Chato Quique y Moi y la simpatiquísima Romero, nos arrebujamos en un bar de Puente Nuevo, atrás del Parque Concepción, y mientras los vasos se llenaban de fresca chela –los puchitos como crisantemos fluorescentes- y el rock de The Doors golpeaba nuestras cabezas, leímos algunos versos de Monte de Goce:
et riéndote a solas
tu cabeza golpeando la pared -
triste triste triste triste
& miedo mucho miedo mucho miedo miedo miedo
et muy et muy et muy et muy et muy muy solo
nadie nadie nadie nadie nadie nadie nadie nadie nadie nadie
nada nada nada nada nada nada nada nada nada
sa am boo/ sa am boo/ sa am boo/ sa am boo/ sa am boo
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaffffffffffffffff!!
¡zas! ¡zas! ¡zas!
embalsamados de su plenitud, revuelto y desosegado, en el rock-jazz de su aliento poético, despedimos, entre la embriaguez, dulce como la opalescente primavera, a uno de nuestros poetas mayores, el gran Enrique, o Harry para los patas, Verástegui Peláez. Y esa noche terminó.
***
Bien, creo que ya para todos los de mi generación, digamos, los que nacimos desde 1991 en adelante y empezamos a leer e interesarnos en la poesía entre los 15 o 16 años, y en consecuencia, a galopar en ese en ese río llamado Lenguaje, la presencia de Hora Zero es ya de una fuerza contundente.
Los frescos años de 1970, y sus revoluciones sexuales, culturales, mentales y su deliciosa poesía, son parte de nuestro software. Es decir, yo tengo el ADN de Hora Zero, -como casi todos los que escriben ahora y son conscientes de la importancia de su tradición. Y la tradición –mas que dogmas- como ese fuego que pasa de mano en mano y se posa sobre nosotros.
No sé si tanto por su discurso político de fondo (digamos que el Comunismo, pro-conversacional, el maoísmo y otras tendencias aledañas), sino, tal vez, por la frescura juvenil, ese arrebato de querer escribir y ser la deliciosa energía, esa concatenación de voces, ese magma sideral de los cuerpos que hacen de su versada un nuevo himno: la adolescencia eterna dibujando el brillo de sus ojos.
Son esos años, donde Verástegui es joven, navegante, y desobediente. Donde vive la soledad del provinciano en la ciudad (como el propio Vallejo asfixiado en Bizancio), y sus caminatas, alrededor de los ficus de la avenida, con su casaquita de ángel loco, alimentan su poesía.
Buscando puchos, arrebatándose y leyendo. Siempre leyendo. Se hace pata de diferentes poetas, con los que comparte sentimientos y sueños, -Oscar Málaga, por ejemplo- y así, da con Juan Ramírez y Jorge Pimentel, fundan Hora Zero. La historia es conocida: se reúnen en bares, confeccionan manifiestos, sorben miles de tacitas de café, miran la luna en el pálido cielo limeño, se leen poemas escritos en la madrugada con la voz interna que son, y se van esculpiendo su lenguaje. Cuentan los nuevos discos de jazz, hablan de los amores.
Son apasionados, locos y aman lo que hacen. Son apasionados, locos y sostienen, como todo poeta, el acto de la fe. Es así como sacuden el panorama con su manifiesto, Palabras Urgentes. Dementes como todo joven, destruyen lo que para ellos es una casa en ruinas, y atacan la falta de conciencia política, de voz hacia la realidad, y la ausencia de una poesía fuera del foco centralista limeño. Salvo Vallejo, Heraud, Edgardo Tellos (estos dos autores, también guerrilleros) y Carlos Henderson los demás son sentenciados y lanzados a la hoguera. Esa entrega a la poesía no solo como hobbie de fin de semana, sino como forma de vida. Como un destino.
En Mi vida en el cielo-Historia personal de Hora Zero, escrito en 1990, Enrique afirma que “Se trataba de una cuestión ética más que política; la poeticidad son las flores de la luna que, brotadas en una escritura de la totalidad, florecen en el lenguaje del hombre de la calle a quien la poesía le permite expresar su mundo (…) sin poeticidad, esto es, sin estética, no hay política interesante ni tampoco, naturalmente, ética.” (1)
El halo de incendio que trasmiten sus poemas, ese incesante modo de galopar y vivir el arte, es también la búsqueda de una ética, donde la poesía y su plenitud, son la escritura como un mecanismo para entender la vida. Y ese sentirse parte de la calle, del asfalto,y las zapatillas de goma, y poetizar entre combis y achorados, entre Lezama Lima y mariguana, era, para mi corazón adolescente y salvaje, la confirmación de una fe.
Eso, Verástegui es la confirmación de la fe, en un país donde nadie apuesta por la poesía, menos por la cultura; donde los poetas son señalados como vagos e inútiles, lo que trasmite y enciende es una fuerza por la palabra –bosque inmenso- y, así fundar una bitácora-farol, sobre la TOTALIDAD de la posibilidad infinita del lenguaje. Esto, sin duda, sustentado en un estudio constante, en una apuesta diario: la poesía como una orgía perpetua.
Era una forma de liberación: alzarte contra el sistema (que regula y automatiza) con la belleza y la furia de tu voz. Yo no manyaba demasiado a los beatniks, tal vez a Kerouac, a Allen, -jóvenes que desafiaron a su tiempo, por su convicción de vivir a su modo, y buscar en ese viaje, una sabiduría, una poesía, el pasaporte a la plenitud - pero nada más. Y esa furia era la furia de cualquier adolescente amante de las letras que germina e inevitablemente convulsiona. ¿No es acaso la poesía también una forma de trinchera? El poeta expresa:
y es lo más puro que hago por ti
y te dije me voy me alejo
en busca de mi Yo integral
con mi mochila cargada con furor y con versos
porque los libros siempre hasta ahora han hablado
cosas buenos y hermosas de la vida – y la vida
no es los libros
la vida brota lejos de los libros.
El zambo, como le decían sus patas, era parte del pelotón de fusilamiento. Lo veo ahí, entonces, surfeando aquellos años juveniles, entre pelucones, caminando en los parques, fumando como un murciélago puchos convulsivamente, escribiendo lo que atraviesa violentamente sus ojos (paisajes + fragmentos bulliciosos & metaliterarios + el amor de una muchacha silvestre + la espuma de una fresca cerveza frente al mar) y esa exploración de los sentidos (realidad, símbolos, mente, deseos) lo empuja a este libro bellísimo y rockero que es Los Extramuros del mundo.
Bien rebobinando: su edad: joven.
Su grupo: Hora Zero.
Su signo (según ese poemario beligerante llamado PRAXIS Y ASALTO AL CIELO) Tauro.
Sus aspiraciones: la totalidad en la poesía.
Su música: rocío en el pétalo de la lengua furibunda.
¿Y qué era la poesía por aquellos años? ¿Qué podía expresar y que nos queda desde entonces? ¿Qué era el oficio de poeta para una ciudad como Lima, eternamente ahogada en sus contradicciones? Sin duda, era una mejor época para los poetas. Los poetas florecían buscando nuevos tonos. Antonio Cisneros vagabundeaba como un hippie por Inglaterra, Juan Ojeda caminaba buscando la ruta del éxtasis, Juan Ramirez Ruiz terminaba de escribir su Un par de vueltas por la realidad, la poesía de Oscar Málaga rockeaba como un ángel melenudo desde un concierto. Los poetas jóvenes tenían más pinta de cantantes de rock que de académicos o anacoretas. No eran académicos, pero amaban los libros, los estudiaban, se formaban en los bares, o en las casas ocupas, se alimentaban de todas las tradiciones, soñaban con alcanzar esas cúspides de la buena poesía, esa montaña que todo poeta desea escalar, ¿con qué fin? Con el fin de atisbar lo más pleno, con el fin de hacer un concierto desde la eternidad. Pero, como sabemos, la poesía es un destino personal y Verástegui, más allá de Hora Zero, siguió escribiendo y fundando su arte.
Como todo poeta romántico, se afirma desde su voz, un lenguaje, y así se abre a una pasión que lo avasallara durante toda su vida, Verástegui terminó siendo una suerte de energía. Y como todo poeta, siguió un camino solitario.
Su primer libro es un canto rockero contra toda la realidad, el poeta defeca, afirma, canta, silba, y ha conocido el amor. Todo eso, como motor de liberación, desplaza lo abstracto por un entendimiento más cercano a lo oriental: la eternidad es lo observado, y lo observado se halla encadenado a simultáneas formas, y estar en la realidad es encadenarse al canto de la conciencia.
Ahí refulgía sentimiento, es decir, vida, fuerza, no simples metáforas ni palabras bonita o rebuscadas que sirven para ganar premios y ser reconocido, o pensamientos que, como sugiere Sebastián Salazar Bondy, son flores que parpadean un instante y después desaparecen. Tristes polillas danzando alrededor del sol:
Más escuelas menos cuarteles…
Más escuelas menos cuarteles…
Tarde de lucha en todo Lima
-pedradas y bombas lacrimógenas disparos carreras
y el imperdible de una brusca llamarada que desde
entonces permanece prendido en nuestros corazones.
Y en los alrededores del Edificio Kennedy 4 piso
Rectoría de la UNMSM estudiantes
y GC Servicios Especiales se agarran a cachiporra, y
trompadas: Afuera Martha Hildebrandt
…Afuera Martha Hildebrant.
Porque la poesía, si no permite cambiar y transformarnos, situarnos en otros aires, no es redención, no logra bruñir un diálogo real, entre humanos, desde la intimidad abierta. Y todo convulsiona en el lenguaje-camino-sinfonía que devela Enrique, como una hoguera, como Giordano Bruno, atado al fuego por culpa de sus ideas, por buscar irrefrenable libertad y entonces canta:
y entró sereno en la brasa
lúcido entre las ávidas llamas.
Toda época está
en retroceso y todo presente es pasado devorado
en el futuro y aquel 9 febrero 1600
Giordano Bruno, poeta,
loco y filósofo, que en la duda encontró su verdad
nació para todos
y yo nací con él,
yo soy Giordano Bruno.
Pues la poesía, desde los dos César (Moro y Vallejo), padres junto a Eguren y otros vanguardistas, funda en nuestro imaginario el espacio de la memoria, del espíritu y la redención. El cuerpo que somos y desea hablar, y desea en su sueño el gozo absoluto, la liberación más amplia, busca anteponer ante el mundo, el disparo de otras formas: una flor que sea también, la naturaleza cambiante y perdida, ese lugar eterno que desde la poesía habitamos. Y el bardo versa:
la autoconciencia es fuerza unida al
criterio y lo perdurable es la acción, lo que determina el cambio
y
sus nuevas relaciones.
Luego viaja, como muchos de nuestros poetas, se desplaza del Perú hasta Europa, junto a su esposa Carmen Ollé, también poeta, y viven una especie de vagabundaje, donde van a conocer a otros latinoamericanos, como Roberto Bolaño, o Mario Santiago (ambos poetas de Infrarrealismo, grupo que nace por influencia de Hora Zero) y alimentarse de todas las tendencias de su época. Mayo de 68, la filosofía posmoderna, Barthes, Julia Kristeva, las teorías de lenguaje de John Cage, la extensa obra de Octavio Paz y el rock convulso de siempre fluyendo como un pentagrama delirante.
Con la beca de la fundación de relojes Guggenheim, Enrique y Carmen disfrutan del placer de vivir entre libros, aprendizajes, y eterna poesía cada noche, en las mesitas de los bares, mientras se aman y aprender, se aman y fortalecen mente, cuerpo, y adquieren la lucidez serena de la vida silvestre, sea en un departamento charlando hasta la madrugada o en las calles de luz diáfana. Cae la historia sobre sus ojos, pasan los años, se desatan guerras en todo el planeta, y Verástegui afirma “me mantuve sereno labrando estos versos”.
Ya para estos tiempos, con el siglo XXI y sus tecnologías e inmediateces, las ediciones de sus poemarios se multiplicaban por todo el continente, junto a los estudios y así, la difusión era veloz y el paisaje de su gramática despegaba como un geiser.
También sus detractores, y todo el movimiento que significó la exploración de la llamada generación de 70, que así como tuvo a Hora Zero, tuvo otras voces desafiantes como Arteaga, José Watanabe, Oscar Málaga, etcétera.
Casi medio siglo después, yo encontraba afinidad en la música de su espíritu. Y se lo consideraba loco, vago, por cantar en los recitales hermosos temas a su amada Julia Kristeva; era despreciado tal vez por sus orígenes humildes y, porque, hay que decirlo, nuestra sociedad sigue plagada de tantos inútiles conflictos: como el racismo, la discriminación.
Pero ahí estaba su obra, Splendor (casi 1000 páginas de poesía), sus tratados sobre la hierba luisa, su hermosísimo libro Yachay Hanay (un manual para entender la conciencia desde la sabiduría incaica), múltiples ensayos sobre la poesía, y sus trabajos y estudios de lenguaje, para trazar ese horizonte más allá de los detractores, para convulsionar nuestro silencio. Una sociedad como la nuestra que obvia y destruye a sus creadores, silenciándolos o arrojándolos a la marginalidad. Pero ahí estaba, repito, la obra: la escritura de un mundo, el sueño de alcanzar el Paraíso.
Y es precisamente ese aire vivo y musical es lo que rápidamente nos golpea de su música. “La poesía te saca de tu cuna culeca, te pinta tu paisaje de Herodes y un viento fresco remece tus sueños” (1) Y es que, la belleza de la poesía nos ofrece campos ilimitados, no solo un espejo ni un espacio contemplativo, sino un conocimiento como una música inevitablemente hermosa, desquiciada, lunática y visceral pero también como el espacio donde somos, donde, como si se tratará de una piel sutil cubriendo y desnudando la metamorfosis de nuestra lengua, nos manifestamos en una dimensión más real.
Verástegui trasmite desde un espacio despierto, donde su visión va tejiendo en sus primeros trazos la realidad de una época, con sus angustias y exaltaciones y su eterno corazón enamorado, pasando por el erotismo, la política, lo místico, matemático, y llegando a la materia del cuerpo, la gnosis. Yo creo que lo fundamental de Verástegui, dentro de sus tantas bitácoras, es aquel saber que intenta recuperar, respaldado por un sólido amor, el conocimiento de cuerpo, y que resume como el nombre del DIOS KRISOL, a una apuesta por vivir en armonía y paz.
DIOS KRISOL: así llama Verástegui a esa sed de alcanzar la perfección, de vivir más allá de la convulsión de una época, que ataca nuestra mente, y nos torna máquinas que sostienen la estructura del sistema. KRISOL, entonces, es aquella voluntad por explorar y unificar mente, por expandir conciencia, por encaminarnos a la virtud. Y así, la obra de Enrique, se configura como una suerte de Planeta, iluminando el espacio de la poesía.
Un planeta que ama demasiado escribir y soñar el mundo, es decir, volver a respirarlo y situarse dentro (tanto yo lírico como yo mental, ¿cuál es la diferencia?) Verástegui, así, es lo más parecido a un desaforado jazzista que tenemos en nuestras letras. Expresa:
No soy más que un pobre literato perdido en una azotea de París.
Trato de ser amable contigo, un anfitrión en una ciudad en la
que he tratado de moverme
como en un lecho, revuelto siempre
y siempre distinto.
Desaforado en su creación, y en sus sueños, que se tornaron también delirios, es decir, locura inalcanzable más allá del paraíso de su lenguaje, y que lo arrojaron tras la búsqueda de la armonía, que ligue poesía y ciencia, ética y política, eros y logos, yo y pluralidad.
La poesía como un trance alquímico, la poesía como una liberación mental (abriendo la posibilidad del tercer ojo, que no es otra cosa, que la mente despierta, o el tercer cerebro donde florece la posibilidad del lenguaje), la poesía como una chaira explorando la realidad y convulsionándola. Entonces Enrique dice:
Viene en su auto atrevido y esta noche será el recital
donde habré de leer un poema aún irreverente como todo en
la vida, una bendición
como un florero sobre esta página soñada.
Imaginar una persona poética mientras busco
el punto de confluencia entre Garcilaso Inka y Guaman
Poma de Ayala no será metáfora
que pueda degustar en el “Haíti”
pero es cultura
que agiliza la mente.
La poesía como una sola marejada donde belleza, ontología, política, ética y muchísima autoconciencia, es decir, lucidez, convergen a una sola lengua que, así expresada, agiliza la mente. Es decir, nos potencia el seso, nos permite soñar un más allá. Y funcionan, según expresa Elena Cáceres, “como antídotos al caos y al absurdo” (2)¿Pero acaso no son simples palabras? Dirá tal vez cualquiera escuchando mis letras, pero simplemente, uno está o no está en la poesía, y se reconoce bajo su plenitud, o no. Y si reconoce ese poder, adquiere la posibilidad de oír. Y ese oído mental-como sugiere Gonzalo Rojas-permite deshacerse de la situación del tiempo. Ahí el detalle. Como sugiere Hinostroza en la solapa del libro de Oscar Málaga: "Y el poeta es una negaciòn refulgente y dolida de todo aquello que no es un poeta, es una aseveraciòn en carne viva, y cada rumoroso verso es una profesiòn de fe en la poesìa, todo el resto no importa, porque si uno no es poeta, no es nada"
Una especie de médium donde la poesía, su estudio, la vida, las ciencias y las matemáticas florecen como miles de mariposas inquietantes alrededor de sus dedos. Un planeta repleto de libros, de escritura convulsa, como la de un animal que no se resigna a morir. Un acto de fe destruyendo toda vacilación, y como tal, una apuesta por la totalidad, vida o poesía venceremos.
Con la obra de Verástegui, un joven como yo, de barrio y de sueños frescos como una palmera en la av. principal de Arica-Chile, puede acceder a un planeta y perderse. Entrar o salir, penetrar algunas rutas, o cerrar puertas (tal vez como las de George Peréc que conducen a caminos emancipados), y finalmente perderse, pero para emanciparse, para no simplemente serenarse, sino para descubrir también su propio destino verbal. Pues, la poesía, ya lo dijo César Calvo, es un destino. Y la tradición, como sentencia Mahler, es la adquisición del fuego, no de la ceniza.
En ese sentido, me sorprende mucho su pasión por la propia Tradición Poética Peruana. Que lo empujara a construir libros donde todo se rebalse, o funcione como engranajes, como piezas, de lo que finalmente será una suerte de concierto lingüístico, y acá me parece cercana su afinidad con Rubén Darío, Abuelo de la poesía latinoamericana, que –entre muchos otros accesorios-nos legó la tradición del mestizaje. Verástegui es un mezclador nato: en su lienzo conviven multiplicidad de voces (como en el su libro político Taky Onkoy), diferentes técnicas o estilos de otras disciplinas artísticas (como en su libro Monte de Goce), reflexiones sobre la interioridad, el cuerpo y la virtud (como en sus libros Angelus Novus), todos, con la sabiduría de combinar diferentes tradiciones, sea la hermética barroca española (San Juan de la Cruz, por ejemplo) con los estudios sobre la percepción de Maurice Merleau Ponty. Todo entra y ocupa un espacio-tiempo en su lienzo musical, abriendo poros, problematizando espacios, expandiendo lo establecido. Todo dentro de una marcada autorreferencialidad, como sugiere él mismo, dentro del prólogo de su obra completa Splendor, libro de casi 1000 páginas de poesía, “(este poema) se trata de una autobiografía espiritual y de cómo se ha formado un muchacho de pueblo que por las circunstancias de clase y de “raza” (que todavía funcionan en Lima) aún no tiene derecho ni a la literatura ni a expresarse literariamente” (3)
Desperté el domingo y fui al cerro San Cristóbal a grabar unos poemas frente a la ciudad, junto a mi amiga Julia Wong. Lima, desde la altura, es solamente un puñado de casas y carritos que pasan y joden y un paisaje pardo y triste. “Ahí está mi casa” le señalé a la muchacha. Llegué a mi cueva, dejé los libros regalados, hermosos poemarios, y me conecté al Facebook, fue cuando, desde Nueva Zelanda, me llamó Oscar Málaga. Triste me contó, con esa característica voz dadaísta, cómo conoció a Enrique. Dijo que fueron patas desde que Verástegui leyó sus poemas y vino de Cañete a buscarlo. “Él entendió toda nuestra onda –aseguró el autor de Libro del Atolondrado, desde Nueva Zelanda- y la mejoró y la enriqueció. Buen amigo, algo tímido, a veces bebía demasiado para perder la timidez. Pero buen pata. Nosotros vivimos juntos, y cómo no teníamos otra cosa que hacer, ni tele, ni nada, nos la pasábamos leyendo poemas”
Y yo he llegado hasta aquí Enrique, floreciendo con la intensidad tan lúcida de tus palabras, es decir, de tus ojos como un mar desasosegado, y alzo también la copa – repletísima de la bondad y florecimiento de una época (la mía)- porque supe sentir tu voz cuando expresaste “me mantuve sereno escribiendo estos versos” apacible y armoniosa, como la de un niño.
Y somos nosotros, los chibolos desenfadados de esta época, los que tenemos que desempolvar los bríos, el polvo, la ciencia, las matemáticas y la pasión como la totalidad de una entrega. Hemos nacido a la bondad de tu arte, hoy todos somos Enrique Verástegui.
NOTAS
1. Su poesía va trazando, bajo la forma de un horizonte utópico, un esfuerzo que quiere recogerlo todo, reescribirlo todo, y cuya resolución final debe buscarse en la belleza siempre irreparable que implican las derrotas. Lo conmovedor de su obra, me atrevo a hablar de la soledad de su obra, de su incomprensión, es que en ella si están las claves cifradas de una respuesta posible a ese sacrificio inaugural, a ese por qué debo, por qué debemos morir.
2.Poema Si te quedas en mi país del libro Extramuros del mundo.
3.Prólogo de Splendor, 2013. Editorial Proyecto Literal- Kodama Cartonera- Grafógrafo ediciones- La Ratona Cartonera.
4.Prólogo de Splendor, 2013. Editorial Proyecto Literal- Kodama Cartonera- Grafógrafo ediciones- La Ratona Cartonera.
5.De Página Libre, 1990. Publicado en el libro Los broches Mayores de sonido.
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